El Desierto de la privación de libertad Diario de un HERMANITO DEL EVANGELIO En Tarascon hay también una cárcel donde viven seiscientas personas de las que el 70% son de origen magrebí, y los demás son europeos, sobre todo franceses, y también italianos, españoles y algunos latinoamericanos. Ahora comienza a haber también gente de la Europa del Este. En cuanto mí, era miembro del equipo pastoral que se ocupaba de la cárcel con el capellán, un matrimonio, una religiosa y una casada joven. Los que más me han acaparado el tiempo eran los de habla española o italiana que hablaban francés con dificultad; casi todos estaban relacionados con el mundo de la droga. El capellán se dedicaba a los otros todos los días. ¿Qué puedo contaros de positivo partiendo de un medio negativo en sí mismo? En la cárcel lo que cuenta no es la persona, sino el sistema. No hay principios humanitarios, sino de represión; no se pretende tanto la reinserción del preso cuanto la ejecución de la pena. Los pocos funcionarios que piensan de otro modo siguen luchando un poco contra corriente en una estructura vieja e implacable; aunque el edificio sea reciente y moderno, no hay más que inercia, con la pesadez de rodillo compresor. Por eso la tasa de reincidentes es tan alta. La cárcel es un reflejo de nuestra sociedad. Los que viven en ella no son todos delincuentes y todos los delincuentes no están en ella. Es otra de sus ambigüedades. Cuando Jesús y los profetas nos dicen que uno de los signos del Reino es “liberar los cautivos, abrir las prisiones”, saben que los que votan las leyes y las aplican lo hacen de modo que no valga para ellos. Tampoco quiero decir que haya que dejar a todos los locos en libertad, pero haría falta, si no juzgarlos a todos con los mismos criterios, al menos defender la libertad de algunos pobres diablos. Me cuestiono sobre el sentido de la presencia de un grupo de Iglesia dentro de la cárcel y sobre el significado de mi presencia (¿...?). Creo que no he aportado casi nada. Pero no puedo decir que no he hecho nada. Los presos tienen una imperiosa necesidad de hablar, y sobre todo de que alguien les escuche. Esto es así para todos, pero especialmente en este medio. Escuchar es muy importante. Muchos detenidos nos piden que vayamos a sus celdas para hablar un poco. Siempre he accedido y no he hecho otra cosa que escuchar. Imaginaos lo que significa para un hombre que lleva en la cárcel meses o años, que alguien vaya a su celda para hablar personalmente con él durante media o una hora. Desde fuera no se puede imaginar hasta qué punto es despersonalizadora la cárcel, hasta qué punto es hostil al hombre, cuántas atrofias tiene que padecer el que está dentro. Por eso, una simple visita hace que el hombre sienta que tiene un valor. Me han contado su vida. Casi me he limitado a escuchar con atención. Una escucha atenta, una especie de respeto amistoso e incondicional, que no inquiere ni se sorprende por las “grandes historias” (a veces la conversación nos llevaba a “historias” reales o imaginarias; somos muy parecidos). Me han confiado sus esperanzas, sus “sueños”. He conocido a sus familiares por fotos, o por cartas que les he leído... sus carencias afectivas... su soledad... Me han hablado de su fe en Dios, en la Virgen, de su manera de rezar... Uno de ellos me dio a leer oraciones compuestas por él mismo... me pidieron los Evangelios. Soy consciente de que el hecho de haber hablado conmigo cara a cara ha sido como un fenómeno de espejo. Creo que a través del eco provocado en mí por sus palabras ha habido como un movimiento de reflexión y han podido oír otro, mensaje a partir de sus mismas palabras. Creo que el hecho de decir ciertas cosas profundas de la vida es un impulso primario para alzarse con dignidad. Es abandonar el miedo a la verdad, que todos ocultamos a veces, para no tener que aceptar ciertas responsabilidades en cosas que hubiérall1os preferido que no hubieran existido. Sin embargo, la verdad nos rescata, porque rompe el “tabú” respecto al paso que hemos dado por un camino y no por otro, y nos permite asumir la responsabilidad de haber seguido éste cuando hubiéramos podido abandonarlo. Decir «Yo he hecho tal cosa» o «Yo soy así» es un acto de dignidad, por donde comienza la “liberación de un cautivo”, aunque tenga que pasar aún meses en la cárcel. Además, si antes ha habido alguien que te ha escuchado y que no te ha juzgado ni rescatado, es un acto que “rompe las cadenas” porque permite verificar que no sufres ya por estar encadenado por tu pasado. La persona se abre al futuro y descubre posibilidades que no había imaginado antes. ...Y no he hecho nada más. Con un grupo que oscilaba entre 15 y 20, celebramos los domingos la Eucaristía. Hablábamos siempre de que la “justicia de Dios” no coincide con la de los hombres... de la misericordia... de que para Dios no hay “infierno” en el que la condenación de un hombre esté cerrada para siempre. He visto hombres rezando con los ojos cerrados. Si “Cristo bajó a los infiernos”, no hay “purgatorio” que no pueda ser un lugar de encuentro con Dios. El aspecto maravilloso del “Reino”, es que empieza aquí abajo ¡o desde lo más bajo!, y desde dentro crea un espacio y abre perspectivas y reconcilia al hombre consigo mismo, le permite respirar y le pacifica. En la cárcel me he reconciliado de manera más profunda con la carne de esta humanidad, como dice S. Pablo, con mi carne “que quiere y no puede”, “que se gloria de sus debilidades” y que es el medio que Dios ha tomado para manifestar su gloria. ¿Sería excesivo decir «O felix culpa!»? José Luís Muñoz, Fraternidad de Tarascon |