En la soledad del desierto habla Dios Un padre del desierto llamó buscando el camino de reflexión (…) El ermitaño le dio una Biblia y le dijo que la leyera y volviera dentro de dos años. Cuando transcurrió el tiempo volvió a ver al ermitaño y éste le dijo que volviera al desierto otros dos años, pero sin Biblia, y que tomara nota de lo que el Espíritu le decía en la vida. Esto es un rechazo del desierto tal como muchos lo entienden. El desierto no es lugar para meditar la Palabra, ni para rezar el Rosario. Es para vivir lo que es el desierto: Cielo y Arena. En la soledad del desierto habla Dios. La experiencia del desierto es dar la posibilidad a Dios para que me busque. Dejarse encontrar. Vaciarse. De aquí la necesidad del ayuno. La comida es el símbolo de las cosas que hemos de abandonar . Experimentamos la seguridad que nos da el alimento (…) la seguridad que nos da la Palabra (...) de aquí la necesidad de desnudamos de nuestras preocupaciones. Dios cuida de las criaturas (...) Desnudarnos de nuestra dependencia del alimento, de nuestros apoyos espirituales. En la sequedad echamos mano de todo y desaprovechamos el momento en que Dios nos habla. Es una lucha contra nosotros mismos. Creemos ser amados, con la cabeza, no con el corazón. En el desierto se nos caen las máscaras. Nadie nos mira. Estamos a solas con el Solo. Esto duele, porque en el proceso de desnudamiento hay otro, el Tentador, que actúa continuamente. Hay que desenmascararlo. “Apártate de mi (…)” Cuando empezamos a aburrirnos, nos decimos: ya has cumplido, déjalo. Perdemos el momento cumbre en que empezamos a ser buscados. Hay prejuicios: El de la fe. Del Dios que me busca, que me ama, que me va a quemar. El desierto quema, Dios quema. Un Dios que va a gozar conmigo, que se da su criatura. Correo de la Fraternidad, n. 75, octubre 2001 |