Visita a nuestra Señora del Atlas (25/07/2010 a 04/08/2010)
La fecha anual se acerca. La aguja imantada de mi corazón se pone de nuevo en marcha señalando el Sur, mi Norte: Nuestra Señora del Atlas. De antemano acepto con alegría los cansancios y las dificultades del viaje, de ida y vuelta, sabiendo que el esfuerzo bien merece la pena: llegar a mi monasterio, vivir con mis hermanos monjes nueve días, compartir su oración y su trabajo, respirar esta atmósfera única de esta tierra bendita, beber de mi fuente y coger fuerzas para otro año más en el exilio. No viajo sola. Me acompaña Mª José Portero, laica cisterciense de San Clemente de Sevilla. Como en otro tiempo, en Emaús, dos peregrinos se ponen en camino y un tercero se les une en el viaje. Él nos enseñará el sentido de la Escritura que tendremos que vivir en nuestra vida ordinaria. Con Él aprenderemos que debemos dejarnos partir y repartir para ser alimento de muchos. Para ser con Él Eucaristía. Tomamos un avión en Sevilla, rumbo a Fez, donde aterrizamos hacia las diez de la mañana, una hora menos en Marruecos, una hora que nos regala la Providencia de nuestra estancia en el país amado. En el aeropuerto nos espera Ismael, al que no conocíamos, cartel en mano. Uno se siente importante al ser recibido con una pequeña pancarta. Ismael es un vecino bereber del monasterio, que hace ocasionalmente de taxista para traer y llevar a los huéspedes que lo reclaman. Conduce impecablemente. No es muy hablador, con lo cual saboreamos en silencio el paisaje que, a fuerza de lejanía, se borra y se difumina en el corazón: montañas de Ifrane, bosques increíbles de cedros centenarios y, poco a poco, aridez de montes pelados. De vez en cuando, una jaima de nómadas en la proximidad de un regato imperceptible de agua y de verdor. Casas construidas de barro y paja, con techos planos, confundidas enteramente con el paisaje, totalmente camufladas. Llegamos por fin al monasterio hacia las dos de la tarde, cansadas y hambrientas, pero felices de llegar por fin al monte del Señor. Todo el viaje ha transcurrido inundado de los sentimientos que impregnan los “salmos de las subidas”, salmos graduales que recitan los peregrinos en su visita a Jerusalén. (Sal 120 a 134). Mi saludo a los hermanos monjes reflejaba el último de ellos: “Vamos, siervos del Señor, ¡Bendecid al Señor, Vosotros que estáis en su templo día y noche! ¡Levantad las manos hacia el santuario. Y bendecid al Señor! La comunidad del Atlas es “pequeñita”. Pensé en ella la primera vez que escuché el canto que nos representó en eurovisión este año. “Algo pequeñito, algo chiquitito” Uh uh uh uh uh!. Muy pequeña, sí. Sin embargo, nada es más importante para mí que este punto perdido en el mapa de Marruecos. Una comunidad que vive en la paz más completa en medio de una precariedad total. Me explico. Existe una “precariedad externa”, provocada por una cierta desconfianza de la autoridad política. Hace un tiempo, tres sacerdotes españoles, de paso por El-Aiyum, hicieron unas lamentables declaraciones en defensa del pueblo saharaui. El periódico que las publicó dijo erróneamente que esos sacerdotes eran “cistercienses”, cuya sede está en Midelt, en Nuestra Señora del Atlas. Inútil que el obispo de Rabat y el mismo Nuncio protestaran ante la redacción del periódico. El mal estaba hecho. Otra publicación periodística reprodujo una foto del monasterio, junto a otras de capillas evangélicas, tildadas como centros de proxelitismo. De hecho, un gran número de cristianos han sido expulsados por esta razón. De un tiempo a esta parte, nuestros monjes se sienten “vigilados”, y las dificultades, a la hora de renovar su tarjeta de residencia, son mayores. A esta precariedad externa se une otra interna. La comunidad está formada por cuatro personas de las cuales dos monjes solamente tienen su estabilidad en el monasterio, y, de ellos, uno es octogenario, lleno de sabiduría y único testigo vivo que queda de aquella comunidad de Tibherine. Los otros dos monjes están “prestados” y realizan un servicio inapreciable para que todo siga funcionando: José Luis Navarro, de Santa María de Huerta, en la acogida y la hospedería. Goddefroid, de Aiguebelle, en la huerta y en la liturgia. Sin embargo, las dependencias del monasterio mejoran y crecen como si Nuestra Señora del Atlas estuviera llamada a permanecer allí eternamente. Respecto a años anteriores, he encontrado una importante novedad por la que no puedo dejar de dar gracias a Dios: un “marabout” con los restos del Padre Peyriguère, llevados desde El-Kbab, para que, enterrados como grano de trigo, fecunden el Monasterio del Atlas. Desconocido en España, el Padre Peyriguère vivió una espiritualidad muy profunda, en medio del pueblo bereber, en la escuela del Padre de Foucauld. El eje vertebral de su vida fue la frase de San Pablo: “Vivo yo, más no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20) Soy Jesús. Es la “fórmula” que elimina toda disgregación y unifica la existencia. Si soy Jesús, mi oración es la oración de Jesús, mi servicio y mi trabajo son los de Jesús. No hay así conflicto entre vida contemplativa y activa. No hay más que Jesús viviendo en mí. El Padre Peyriguère pasaba sus días curando a la multitud de bereberes que acudían a su casa, vistiendo a los que andaban desnudos y aliviando sus miserias. Las noches estaban consagradas a la oración ante la Eucaristía. “La razón de que yo esté aquí, decía, es que la luz del Sagrario siga brillando”. Y en otro lugar: “Ser aquél que enciende la lámpara del Sagrario, el que la enciende , la mantiene y vela por ella; y decir con un orgullo que haría estallar el corazón que si uno no estuviera aquí, la luz se apagaría, y Cristo no estaría tampoco” ( Cf “Au delà” Pag. 46). El día de su entierro (26 de abril, 1959) un joven bereber leyó un poema que había redactado para esa ocasión: “El marabout no tenía ni mujer ni hijos: / Todos los pobres eran su familia, / Todos los hombres eran sus hermanos. / Ha dado de comer a los que tenían hambre. / Ha vestido a los que estaban desnudos. / Ha curado a los enfermos. / Ha defendido a los que eran víctimas de la injusticia. / Ha acogido a los que no tenían casa. / Todos los pobres eran su familia. / Todos los hombres eran sus hermanos. / Dios, sé misericordioso con él”. Que yo sepa, no existe ningún libro de o sobre el Padre Peyriguère en español. Pero bien merece la pena que descubramos su espiritualidad y nos la apropiemos. El monasterio del Atlas ejerce una atracción creciente sobre los cristianos de Marruecos, de Francia, de España. La hospedería está siempre ocupada por personas que buscan unos días de silencio y soledad, por grupos de jóvenes que vienen a descubrir esta vida heredera de Tibherine, hecha de sencillez y diálogo silencioso y orante con el mundo del Islam. La llamada a la oración de la mezquita y la campana del monasterio están en continuo diálogo, alabando al Dios Único al que ellos llaman Allah y nosotros llamamos Padre. Una vida fraterna y cariñosa se plasma en esa cita obligada del té compartido con los obreros del monasterio, son ellos los que invitan, a media mañana y a las cuatro de la tarde. Sentados de la forma más rústica en torno a la tetera humeante, se comparten noticias, bromas, amistad, un pan con sardinas en lata y un té con hierbabuena azucarado y delicioso. Todo el mundo es importante: cada monje, cada huésped. Si uno no acude por sí mismo, se le llama a voces, o se va personalmente a buscarlo. Las ausencias deben ser muy justificadas. A lo largo del año, echo de menos “el salón de té de Omar” tanto como la oración monástica del Atlas. O casi… Una hermana franciscana de Casablanca supo que estaba en Midelt. Me llamó al teléfono del monasterio; un buen susto para mí: había dado el número a mi hijo Antonio para que me llamara sólo en caso grave, y así desconectar el móvil, símbolo de otras desconexiones. Digo que me llamó la religiosa para reclamar mi presencia en Casablanca. “Si yo tuviera salud, dijo, iría a verte. Pero estoy enferma y cansada.” En efecto, Sor María tiene Parkinson. Me sentí obligada a ir a darle un beso. Casi nada: Entre Midelt y Casablanca hay más de 600 Km y los hice ida y vuelta en transporte público. Salí de Midelt a las 6 de la mañana en autobús. Llegué a Rabat a las doce y media. Allí cambié de medio de transporte. Cogí el tren a la 1 y llegué a Casablanca a las 2 de la tarde. Fue un gozo volver a la ciudad en la que viví feliz durante seis años. Y, sobre todo, el encuentro con muchas hermanas muy queridas para quienes el tiempo no ha pasado en vano: Sor Colette, Sor Simone, Sor Gabrielle. Esta última me dejó muy impresionada. Estaba en plena forma en 2001, cuando me marché de Casablanca. Ahora tiene un Alzeimer tan profundo que ni me reconoció. Pero no ha olvidado su eterna sonrisa. Con Sor María pasé algunas horas, demasiado cortas, de confidencias profundas y de gestos de cariño que no olvidaré. Me cargó de libros, todos sus preferidos, que contienen sentencias de los Padres del Desierto y experiencias de la oración del corazón. Muchas frases subrayadas y notas marginales de sor María, para mí más preciosas que el mismo texto. Contra su voluntad, me arranqué literalmente de su abrazo y emprendí el camino de regreso, en un pésimo autobús sin aire acondicionado, en el que viajé de 7 y media de la tarde a 3 y media de la mañana del día siguiente. Llegué puntual al monasterio para el rezo de Vigilias (4 de la mañana). Pasé un día completamente “zombi” de cansancio pero feliz, muy feliz. Los días han transcurrido demasiado deprisa. Los he vivido intensamente en la oración, en el trabajo, ayudando en la limpieza de la hospedería, en la cocina, en la fabricación de mermelada de toda la cosecha de ciruelas del año. Muy pocos monjes, todos los brazos son también pocos para ayudar. Al final de cada día, el canto de la Salve cisterciense me pacificaba para irme a descansar unas pocas horas. Es una alegría saber que lo último que pronuncian tus labios antes de dormir es el nombre de María. Ahora, descansada de tanto agotamiento, me digo: “Es verdad, no era un espejismo, no le he soñado. Nuestra Señora del Atlas existe. Volveré. In sha Allah!! |