Profetas y profetismo Popularmente se suele designar profeta a la persona que predice el futuro. En sentido bíblico esto es verdad sólo a medias, pues se trata de una posible faceta que puede ejercer el profeta. Etimológicamente la palabra, proveniente del griego, significa “el que habla en nombre de”. Para la Biblia profeta es el que habla en nombre de Dios, así, por ejemplo, en Ex 6,30-7,2 Moisés se excusa ante Dios que le envía al faraón, diciendo que no sabe hablar, y Dios le responde que le diga a Aarón lo que tiene que decir y actuará como su profeta: “Moisés respondió ante Yahvé: «Siendo yo torpe de palabra, ¿cómo me va a escuchar el Faraón?» Dijo Yahvé a Moisés: «Mira que te he constituido como dios para Faraón y Aarón, tu hermano, será tu profeta; tú le dirás cuanto yo te mande; y Aarón, tu hermano, se lo dirá a Faraón, para que deje salir de su país a los israelitas”. En el antiguo Testamento Dios envía algunas personas como profetas para que hablen en su nombre, especialmente Moisés y los conocidos como profetas. Siempre se trata de personas singulares, nunca del pueblo en general. Cuando Moisés se queja ante Yahvé por la carga pesada que le supone la guía del pueblo, Dios le manda compartir su tarea con 72 varones para que le ayuden en su tarea; 70 se reúnen con Moisés y Dios los capacita dándoles su espíritu; 2 de los convocados no acudieron a la cita e incluso a éstos Dios concedió el espíritu: “Habían quedado en el campamento dos hombres, uno llamado Eldad y el otro Medad. Reposó también sobre ellos el espíritu, pues aunque no habían salido a la Tienda, eran de los designados. Y profetizaban en el campamento. Un muchacho corrió a anunciar a Moisés: «Eldad y Medad están profetizando en el campamento». Josué, hijo de Nun, que estaba al servicio de Moisés desde su mocedad, respondió y dijo: «Mi señor Moisés, prohíbeselo». Le respondió Moisés: «¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Quién me diera que todo el pueblo de Yahvé profetizara porque Yahvé les daba su espíritu!» (Núm 11,26-29). Moisés desearía que todo el pueblo fuera profeta, pero sólo tienen este don pocas personas. Más adelante Joel anuncia que llegará un tiempo en que será realidad el deseo de Moisés y todos los miembros del pueblo de Dios profetizarán: «Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días... » (Jl 3,1-2). Nuevo Testamento. Este anuncio se cumple el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo (Hch 2,14-21). Todo el pueblo de Dios es pueblo de profetas, pues todos reciben el Espíritu que los capacita para recibir la palabra de Dios y poder transmitirla a los demás. Así todos pueden hablar en nombre de Dios siempre que previamente reciban con la cabeza y el corazón la palabra de Dios que deben transmitir, pues no se trata de dar opiniones propias personales sino de dar a conocer el juicio de Dios. Lucas desarrolla especialmente esta faceta en su doble obra Evangelio-Hechos de los Apóstoles. Según él cada Iglesia concreta tiene su Pentecostés o bautismo del Espíritu, en el que recibe el poder del Espíritu (Hch 1,8), se consuma su nacimiento y queda convertida en pueblo profético cf Jerusalén (Hch 2,1ss), Samaría (Hch 8,14-17), la comunidad gentil de Cesarea (Hch 10,44s), Éfeso (Hch 19,6), Saulo (Hch 9,17). Es una presencia dinámica y constante del Espíritu, que capacita a cada miembro de la comunidad para proclamar la palabra de Dios (Hch 4,31 cf 13,52; Lc 11,13; 12,12). El profetismo de la Iglesia consiste en recibir, dar y servir la palabra, bajo el impulso del Espíritu (Hch 4,8), proclamando las grandezas de Dios (Hch 2,4,11; 10,46; 19,6) y el comienzo de su reinado a partir de la muerte y resurrección de Jesús, y realizando los signos que testifican la realidad de este reinado. Así realizaron su profetismo la comunidad de Jerusalén y Pedro (Hch 2,4.17s), Esteban (Hch 6,3.5; 7,55), Bernabé (Hch 11,24), Agabo (Hch 11,28), Pablo (Hch 13,9); los presbíteros (Hch 20,28); los discípulos (21,4.11). En este contexto Lucas da mucho relieve a la “palabra”, que es fundamental. Se trata de la palabra de Jesús, que transmiten los apóstoles y que es portadora de salvación. Por medio de ella Dios crea profetas y actúa en la historia (Lc 3,1-6; Hch 15,35; 19,20; 20,32), por medio de ella igualmente crece el discípulo de Jesús (Lc 8,5-21) y se edifica la Iglesia. Pablo, en su discurso de despedida de los presbíteros de Éfeso reunidos en Mileto, les pide que vigilen cuidadosamente la comunidad, librándola de lobos, y para ello es fundamental que se llenen de la palabra que él les ha transmitido (Hch 20,32). Ante las diferentes voces proféticas que se alzan en su tiempo, Lucas remite como criterio a la palabra de Jesús transmitida fielmente por los apóstoles (Hch 2,42; 20,32). Pablo, por su parte, conoce el profetismo general de todo el pueblo de Dios, consistente en proclamar la palabra de Dios y a su luz consolar, exhortar, corregir, buscando siempre la edificación de la comunidad. Junto a él, reconoce otro profetismo especial, fruto de un carisma que el Espíritu concede a la Iglesia, consistente en iluminar con la palabra de Dios los acontecimientos que se están viviendo para discernir en ellos la voluntad divina. Este carisma es uno de los tres carismas básicos que debe tener toda comunidad para considerarse adulta: apóstoles en el sentido de enviados por Dios y también por la comunidad a predicar el Evangelio, profetas que iluminen los hechos presentes y ayuden a la comunidad a secundar el plan de Dios sobre ella, y doctores que transmitan la doctrina apostólica (1 Cor 12,28). A los dos primeros se concede una importancia grande en la edificación de la Iglesia “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo“ (Ef 2.20). Este carisma profético es uno de los más estimados por él y lo prefiere a otros más llamativos, como la glosolalía (cf 1 Cor 14); por eso lo recomienda a la comunidad, aconsejando “No extingáis el Espíritu; no despreciéis las profecías”, (1 Tes 5,19-20), pero ante el peligro de falsos profetas: “examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Tes 5,21). El papel profético ha sido siempre un camino eficaz para afirmar lo “políticamente correcto” desde el punto de vista político y religioso. Así lo atestigua toda la Biblia, tanto en el antiguo como en el nuevo Testamento, que ofrecen ejemplos y criterios para distinguir los verdaderos de los falsos profetas. Para Pablo es importante no separar la ortodoxia de la ortopraxis. Ortodoxia en sentido de comunión con la doctrina apostólica: “nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es Jesús!” (1 Cor 12,3); él mismo desea confrontar su predicación y su praxis con Pedro, Juan y Santiago en Jerusalén “y les expuse el Evangelio que proclamo entre los gentiles (...) para saber si corría o había corrido en vano (…).” (Gal 2,2). La ortopraxis es una aplicación de lo afirmado por Jesús, “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,15-16). La concreta Pablo en los frutos positivos del profetismo, especialmente en la edificación de la comunidad, en la unidad y crecimiento en el amor (cf 1 Cor 8,1; 12,4-7.23; 14,4.17; 1 Tes 5,11). Dónde actúa el Espíritu tienen que brillar todos sus frutos: “que es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gál 5,22-23). Bernabé discierne la rectitud del paso dado en Antioquía admitiendo al bautismo a los gentiles por sus frutos: “La mano del Señor estaba con ellos (...) enviaron a Bernabé a Antioquía. Cuando llegó y vio la gracia de Dios se alegró y exhortaba a todos a permanecer, con corazón firme, unidos al Señor” (Hch 11,21-23). De manera especial se plantean este problema 1 y 2 Juan, llamando anticristos a los que anuncian doctrinas y comportamientos contrarios a la tradición apostólica, insistiendo en la necesidad a la vez de la ortodoxia y de la ortopraxis, pues una desviación en una lleva a una desviación en la otra. Los falsos profetas de la comunidad niegan que Jesús sea el Cristo, el Hijo de Dios (1 Jn 2,22-23), el Mesías venido en carne (1 Jn 4,3). Al no dar importancia a todo el comportamiento humano de Jesús, el Hijo, durante su existencia humana encarnada, tampoco se la daban a la propia conducta humana y viven sin moral; no observan los mandamientos (1 Jn 1,6; 2,4), e incluso afirman que nunca han pecado (1 Jn 1,8.10; 3,4-6). Se las daban de maestros e incluso de profetas, guiados por el Espíritu. El autor de las cartas les niega el carácter de maestros (2,27) y pone en guardia contra los falsos profetas: “No creáis a todos los espíritus, sino examinad los espíritus, si son de Dios, porque muchos pseudoprofetas se han levantado en el mundo” (1 Jn 4,1). Hay un espíritu de la mentira que guía a los anticristos y un Espíritu de la verdad que guía al autor y a sus seguidores (1 Jn 4,5s). Por su parte, Lucas-Hechos rechaza la oposición entre carisma e institución, uno de los recursos de los falsos profetas que quieren oponer la acción del Espíritu a la acción de la institución apostólica, haciendo ver que tanto en una como en otra actúa el mismo Espíritu. Así presenta la conversión de Saulo como obra del Espíritu y de la institución por medio de Ananías (Hch 9); igualmente la conversión de Cornelio y la consiguiente apertura a los gentiles igualmente es obra del Espíritu y de Pedro. Ya antes el mismo Pablo denunció esta táctica de separar la comunidad de sus maestros legítimos, cuando se defiende de los “superapóstoles” (2 Cor 11,5) que intentaban que la comunidad se separase de él: “esos tales son unos falsos apóstoles, unos trabajadores engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y nada tiene de extraño: que el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Cor 11,13). Y apela a los frutos de cada uno para discernir su legitimidad (2 Cor 11-12). En cuanto a formas concretas de ejercer el profetismo, el Nuevo Testamento habla de exhortar, consolar, corregir (Gal 6,1; Mt 18,15-18) y el diálogo abierto y sincero. Es interesante la presentación del decreto final de la reunión de Jerusalén sobre la admisión de los gentiles al cristianismo: primero se dialogó, incluso fuertemente: (Hch 15, 1-2.6-7.12-13.28). Cuando hay un diálogo franco y sincero, animado sólo por el deseo de conocer la voluntad de Dios, el Espíritu hace oír su voz. Antonio Rodríguez Carmona, Facultad de Teología de Cartuja |