Orar desde el abandono "Dios mí, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46) La vida terrena de Jesús fue en verdad una ad-oración, "vía crucis", el camino hasta la oración del abandono. Cristo es el orante, y así como somos "hijos en el Hijo", así, en Él, somos orantes. Es Cristo "quien ora en nosotros". Toda oración cristiana por ello es oración de abandono de Dios, "¿por qué me has abandonado?", y oración de abandonamiento, "a tus manos encomiendo mi espíritu". Sólo podemos orar desde el abandonado. Sin embargo, la oración cristiana será "cristológica" tan sólo en el caso de que orar desde el abandonado signifique "orar desde los abandonados", porque toda la humanidad fue asumida en su abandono. Así como el Padre "lo convirtió en pecado" para asumir a todos los pecadores (2 Cor, 5,21, "haciéndose por nosotros un maldito" para rescatarnos (Gal 3, 13) y "reprobado" por nosotros (Rm 1, 18), del mismo modo fue abandonado y en él todos los abandonados de la tierra. Orar desde el abandono y la ausencia es orar desde la comunión espiritual, en Cristo, con todos los sin Dios. Y porque la oración de Jesús muriendo nos revela un Dios que "clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo... impotente y débil... y precisamente sólo así está... con nosotros y nos ayuda" (D. B ONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Salamanca, 1983, 252), la cruz es el lugar de la obsolescencia histórica de Dios en el mundo. Dios es otro, porque abandonándose a los hombres deja que los hombres lo abandonen para ser descubierto "más allá" de todo lo que vale es útil.Orar desde Cristo abandonado no sólo nos lleva a orar, en su Espíritu, desde el abandonado que vive la ausencia de Dios como drama en la maldad del mundo. También nos exige orar desde aquellos que lo niegan con la cruel ironía de la frivolidad postmoderna. ¿Por qué no responde Jesús, desde la cruz, a las chanzas de los soldados, de los sacerdotes y de los que pasaban? Porque la crueldad de sus palabras son verdaderas y, por tanto, indiscutibles. La burla es Apocalipsis, revelación. Jesús es el impotente que dicen sus expoliadores. El Dios de Jesús es, en la cruz, un Dios obsoleto. Jesús lo sabe y lo manifiesta. Sólo expulsando a ese Dios, matándolo (Mc 15,22-38), Dios puede volver a ser Dios en el mundo. La cruz es la muerte de toda teología y la victoria de la revelación: Dios, "de ser primariamente poder absoluto pasa a ser absoluto amor" (H. U. VON BALTHASAR, «El misterio pascual» en Mysterium salutis, Madrid, 1980, t. III, 677). Dios muere como impotente no para revelarse como omnipotente, sino para ser lo que es, amor, la absoluta fragilidad del amor.La burla de los burlones también oraba diciendo: ¿por qué te abandonas? La oración de Cristo en la cruz es, así, la de todos los abandonados de Dios y la de todos los que a Dios abandonan. El "porqué" de Jesús, orando su muerte, es el porqué del inocente que sufre y el del que juega ante lo absurdo. «¿Adonde te escondiste, amado?» Obviamente estas consideraciones no son «puntos» o temas para la oración, sino la forma o actitud que debe adoptar toda oración cristiana que sea fiel a su ser, la oración de Cristo, pero también fiel a sus exigencias. No puede haber, pues, oración de "abandonarse" sin oración desde el abandonado, desde los "alejados", diríamos ahora. Escindir así la oración implicaría nada menos que deformar su identidad cristiana. De ahí el riesgo que corre cierta "espiritualidad del abandono" que, eludiendo toda referencia al abandonado, concluye alimentando ese intimismo narcisista tan poco encarnado como meloso. Más que encarnado, rosa, que es el rojo "light". La primavera espiritual de la Iglesia hoy, con semejantes réplicas eclesiales al "revival de lo sagrado" de fuera, huele a clavel de invernadero. A nada, vamos. Y no son pocos los maestros, libros, estilos, técnicas, poses y cursillos espirituales que en eso paran. No será porque los maestros espirituales del "abandono" avalen tales autocomplacencias mistiquillas. No fueron así, al contrario, Juan de la Cruz, Teresa de Lisieux o Carlos de Foucauld. Y no se trata ya de que esta entropía espiritual sea incapaz de orar "desde" el abandonado, los abandonados, desde la ausencia, para "abandonarse" a Dios. Es que ni siquiera parten de una experiencia personal de esa ausencia y del silencio apabullante de Dios. A menos que ostenten más credenciales de fe que esa, inmensa "hagiografía del abandono" de la que nos habla von Balthasar (o. c., 701-704): experiencias de abandono de Dios vividas por hombres y mujeres que así se han identificado con el abandonado (Gregorio de Nisa, Máximo el Confesor, Bernardo de Claraval, Taulero, Catalina de Siena, Teresa de Jesús... principiantes todos ellos). Juan de la Cruz nos enseña a orar desde la ausencia, desde la cruz. Porque, como si las terribles palabras del Salmo 22, 2 ya estuvieran marcando toda oración posible, inicia el Cántico espiritual «"¿Adónde te escondiste...?") "querellándose a El de su ausencia" (Canc. 1º, decl. 2) para decirnos: "Dentro de nuestro corazón, donde tenemos la prenda, sentimos lo que nos aqueja, que es la ausencia. Éste, pues, es el gemido que el alma tiene siempre en el sentimiento de la ausencia de su Amado" (Canc. 1º, decl. 14). Pero el impío también nos enseña a orar desde él y desde Él. Como si el místico fuera prologado por el ateo, y éste ya orase con y desde el grito de Jesús, mudo o estentóreo, leve o grave en su caso. Ignoramos la virtualidad de lo que T. Goffi llama una "espiritualidad" del ateo (cfr. Ateo, en el Diccionario de espiritualidad, dir. por S. de Fiores y T. Goffi, Madrid, 1983, 114-115), pero una intuición profunda nos anima a responder al desafío espiritual del alejado, y entre ellos, a ese particularísimo ateo que es nuestro postmodemo indiferente. La oración del abandonado asume de una manera radical, como vimos, la burla despiadada en el Calvario y la aviesa parodia postmoderna. ¿Hemos de ver en el ludismo postmodemo, basado en la negación de un Dios obsoleto, algo más que una mera concomitancia con el nudo central de la revelación que nos anuncia que, gracias a la muerte del Dios abandonado, nos viene la gracia del Dios-Amor? La oración de Eduard. A las necesarias y comunes tareas de la oración cristiana de orar "en lugar de" y "a favor de" los que no oran, tendremos que sumar la sólo en apariencia paradójica misión espiritual de orar "desde" el que no ora. Cristológicamente hablando, el "desde" se convierte en genitivo subjetivo, y la paradoja se inmensa: la oración "del" que no ora. El esbozo de teología espiritual que se nos propone no es la justificación religiosa de una realidad inmodificable (¡si los indiferentes oran...!) sino una mirada crítica a lo que debemos llamar, sin tapujos contemporizadores, la "mediocridad" de la cultura postmodema. Pero, ante todo, esta reflexión quiere adherirse a una triple fidelidad; 1) a las exigencias de la oración de Cristo; 2) al reto prioritariamente espiritual de la indiferencia religiosa hoy, y 3) a la posibilidad de extremar teológicamente la actitud postmoderna ante Dios. De la primera fidelidad, nace nuestra mirada positiva a la postmodernidad (creyendo salvar los errores de ópticas teológicas demasiado miméticas como las de la teología secular), al tiempo que se denuncia la actitud defensiva de cierta oficialidad y cierta pastoral sobre el tema. Pidamos "odres nuevos". Desde la cruz, claroscuramente, la postmodernidad nos sugiere el abandono definitivo de la hipoteca que el Dios metafísico ha impuesto al Dios de Jesucristo. Su desaparición, que sólo asociativamente puede hacer pensar a ciertos expertos en la ignorancia teológica que ya somos postcristianos, y su descubrimiento de la "levedad", del juego... como efecto de aquello, apuntan a la cruz, donde la historia del ateísmo ha cursado todos sus estudios. Hasta el último, el ateo que juega porque hay abismo y no hay ya fundamento. La revelación es más radical que el "pensamiento débil", porque mientras éste aparta a Dios para "flotar", Dios se aparta para que volemos. La teología que nace del "logos crucificado" es, coyunturalmente hablando, la postmodernidad consumada. La intención última de esta meditación consiste en una invitación teológica a experimentar espiritual y oracionalmente, desde esa mirada a los alejados, la tan temida, en ocasiones, "gratuidad" de la gracia del resucitado. Que así se llama nuestro juego. Quizás sea la oración cristiana auténtica la verdadera vanguardia evangelizadora de la Iglesia. Que siempre será orar desde la cruz del Señor. Nada nuevo, por lo demás. Mejor, más leve y hermosamente, lo cantó y supo, de nuevo, Juan de la Cruz: «¡Oh cristalina fuente,/ si en esos tus semblantes plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados!/ Apártalos, Amado,/ que voy de vuelo/. A estas alturas, nadie debería dudar de que, una espiritualidad desde la ausencia y el abandono, con frecuencia y dolorosamente, nos hace orar en la penumbra y en la lucha por encontrar a Dios.
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