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Cristianismo y Justicia 97
LOS CIEGOS Y EL ELEFANTE EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO
Javier Melloni
Introducción 1. Algunas cuestiones problemáticas 2. Cristo y la vocación universal del Cristianismo 3. El diálogo como actitud 4. Los cuatro ámbitos del encuentro 5. Conclusiones Notas Orientación bibliográfica
Javier Melloni es antropólogo y doctor en Teología, miembro del Centre Cristianisme i Justícia, de EIDES (Escola Ignasiana d'Espiritualitat) y del equipo de jesuitas del centro de espiritualidad de la Cueva de San Ignacio, en Manresa, Cataluña. Ha publicado Ignacio de Loyola, un pedagogo del misterio de la justicia (Cuadernos Cristianisme i Justícia, n. 35, 1990) y Los caminos del corazón. El conocimiento espiritual en la “Filocalia” (Sal Terrae, 1995), un estudio sobre la espiritualidad del cristianismo de Oriente. Ha vivido durante un año en la India.
INTRODUCCIÓN
Dicen que los astronautas, cuando contemplan la tierra desde el espacio, durante la primera semana miran sólo su propio país; durante la segunda semana se identifican con su continente, y que al partir de la tercera semana, sienten que pertenecen a un único planeta. Tal vez en ellos se dé de forma condensada el proceso de la humanidad: desde el instinto tribal, cuyo sentimiento de pertenencia a un grupo tiende a ser excluyente de los demás, hacia una progresiva ampliación del horizonte de fraternidad mundial.
Valga esta imagen para introducirnos en nuestro tema.
No están lejanos todavía los años en los que entre los católicos se creía que extra Ecclesiam nulla salus1 (fuera de la Iglesia, no hay ninguna salvación), sin dejarnos interpelar demasiado por el hecho de que las Iglesias Protestantes y Ortodoxas consideraran que fuéramos nosotros los extraviados. Un “nosotros” incuestionado e incuestionable, opuesto a unos “otros” siempre despreciables –o amenazantes–. Había –y todavía hay– mucho de instinto tribal en esta actitud. Una catolicidad (del griego “kata holón”, que significa “según el todo”, “según la plenitud”) realmente problemática, ya que quedaba limitada no sólo a los confines de la religión cristiana, sino tan sólo a una de sus posibles interpretaciones, y se vivía sin problema alguno esta inmensa exclusión, esta contradicción con su misma denominación. Lo que supone una interpelación en el interior del Cristianismo, se hace todavía más patente cuando salimos al encuentro de las otras religiones: cada una tiende a considerar despectivamente a los seguidores de las demás.
¿Es vana la esperanza de que podamos ir pasando, como aquellos astronautas, de las divisiones intraconfesionales (países) a la conciencia de pertenecer a una común gran Tradición (continentes), hasta reconocernos hermanados por un mismo anhelo por lo Trascendente, como fuente de comunión universal? Vivimos un tiempo nuevo, como hasta ahora jamás se había dado en la historia de la humanidad. En el umbral del Tercer Milenio en el que va emergiendo cada vez más esta conciencia planetaria, ¿serán las religiones sus precursoras y dinamizadoras o serán las últimas en llegar? ¿Serán capaces de religar a la humanidad entre sí, o serán las últimas instancias en impulsar el abrazo entre los humanos?
1. ALGUNAS CUESTIONES PROBLEMÁTICAS
Tenemos la suficiente religiónpara odiarnos unos a otros,pero no tenemos la suficiente religiónpara amarnos unos a otros. Johnatan Swift
1. El instinto tribal
Las religiones, en cuanto fenómenos culturales, están intrínsecamente ligadas a los referentes vitales de cada grupo humano, y por ello están cargadas de un instinto de supervivencia que tiende a excluir a los demás. A su vez, en cuanto elaboraciones humanas, las creencias religiosas encierran elementos sofisticados de narcisismo, de omnipotencia infantil y autocentrada, de las que deben ser continuamente purificadas. Ninguna religión, ninguna creencia, ninguna confesión está exenta de esta tentación de estar curvada sobre sí misma. La afirmación de la propia identidad tiende a comportar una negación de los demás. Por poner algunos ejemplos, en el Judaísmo, los no pertenecientes al pueblo elegido son llamados despectivamente goyim (ethne en griego, de lo cual procede gentes en latín y gentiles en castellano); los cristianos, a su vez, utilizaron peyorativamente el término pagano, que proviene de pagus, “habitantes del campo”, debido a que éstos, arraigados en sus cultos agrarios, fueron más refractarios que la población urbana en abrazar la fe cristiana; los musulmanes llaman “infieles” a todos los que no confiesan el Islam, etc. Los fundamentalismos son la exacerbación de este instinto tribal que las religiones pueden –y suelen– vehicular.
2. La tentación de Absoluto
Por otro lado, las religiones, polarizadas por su búsqueda del Absoluto, están contaminadas por el instinto de apropiación de ese Absoluto hacia el que aspiran. En cuanto elaboraciones humanas, contienen elementos de poder y dominio de los que ninguna religión es inmune. En nombre de los principios más sagrados, se han cometido y se cometen aberraciones que quedan justificadas por esa avidez ciega de Absoluto. La vocación universalista de las religiones está permanentemente amenazada de convertirse en totalitarismo: cuando, en lugar de ofrecerse como oportunidad para todos, se convierte en una compulsión de dominio sobre los otros. No hace falta recordar episodios tan lamentables de nuestro pasado como las Cruzadas, la Inquisición, la expulsión de la Península de musulmanes y judíos; más recientemente, los fundamentalismos político‑religiosos del Islam. Forman parte del mismo fenómeno los regímenes totalitaristas de la “religión marxista”.
Todo ello no es casual, sino que obedece a un mecanismo que está en las creeencias e instituciones religiosas: en cuanto que se autocomprenden y se presentan como medidadoras de lo Absoluto, tienden a absolutizarse a sí mismas.
Ello nos lleva a tratar la cuestión, más delicada, de la cual tampoco ninguna religión está exenta: la confusión entre ídolo e icono.
3. Ídolo versus icono
Ambos términos significan “imagen” en griego. El ídolo (eidos) se presenta como una imagen saturada que encierra, fija, se posee. En cambio, el icono (eikón) está hecho de trazos que tan sólo insinúan, abren, despliegan, desposeen. Lo propio del icono es evocar, remitiendo más allá de sí mismo. Toda religión es susceptible de producir ídolos o de crear iconos. Y ello depende tanto de los que tienen la autoridad de elaborar sus referentes como de aquellos que los reciben. Que tales referentes sean considerados como ídolos o como iconos depende siempre de ambas partes: se pueden imponer como ídolos o se pueden ofrecer como iconos, del mismo modo que uno se puede someter a ellos como absolutos o acogerlos como caminos.
el ídolo se presenta como una imagen que se posee;el icono está hecho de trazos que desposeen
Lo mismo sucede con los dogmas: hay dogmas‑ídolos y dogmas‑iconos. Dogma significa “decreto”, y procede del verbo dokeo, que significa “pensar”, “parecer”. Los dogmas se convierten en ídolos cuando se toman como fórmulas definitivas y cerradas; cuando, en lugar de considerarse un dedo que señala a la luna, pretenden convertirse en la luna señalada. Las palabras, como las imágenes, pueden abrir o cerrar; pueden ser manantiales abiertos en la roca del pensamiento que llevan hacia el mar infinito de la Divinidad o presentarse como recetas saturadas de significado que bloquean el dinamismo de la experiencia personal. Toda imagen, toda fórmula doctrinal, está cultural e históricamente condicionada. La conciencia de esta relatividad no las invalida, sino que las sitúa en su lugar: balbuceos humanos de una Realidad abierta siempre por desvelar, nunca poseída, sino más bien por la que dejarse poseer.
4. El valor único e irrenunciable de cada religión
Del mismo modo que la pertenencia al planeta Tierra no sólo no excluye, sino que necesita de la identidad particular de cada país y de cada cultura, el abrazo de las religiones requiere la singularidad de cada religión, la riqueza de su bagaje histórico y cultural. Porque no se trata de caer en un fácil sincretismo, lo que se ha dado en llamar la paella de la religiones, en la que cada cual se podría servir a su gusto. Ello no haría más que reforzar la tendencia egocéntrica de consumo fomentada por la sociedad. El carácter salvífico (soteriológico) de las religiones está precisamente en su capacidad de liberarnos de ese autocentramiento que nos devora. Cada religión se presenta como un todo compacto, que uno no crea según sus apetencias, sino que lo recibe de una Tradición. Una Tradición que se ha ido sedimentando y madurando a lo largo de muchas generaciones, y que ha ido depurando ese todo desde el interior de sí mismo. Tomar elementos sueltos de las diferentes religiones es delicado, porque supone desintegrarlos de su contexto, con el riesgo de vaciarlos de contenido, ya que su sentido viene dado por el modo de estar constelados en su propio sistema. Con todo, el encuentro entre las religiones supone que se va a dar un intercambio fecundo para todos, compartiendo aspectos del Misterio inabastable que podrán enriquecer a las diferentes Tradiciones. Ello requiere, sin embargo, un discernimiento atento y afinado por las diferentes partes.
Antes de pasar a hablar de la fecundidad de este encuentro y de las actitudes que comporta, tratemos de situar nuestra propia Tradición en relación con este encuentro‑diálogo. el carácter salvíficode las religiones está en su capacidad de liberarnos del autocentramiento que nos devora
Cristo es Alfa y Omega, el Principio y el Fin,la piedra del fundamento y la clave de bóveda;la Plenitud y lo plenificante.Es Él quien consume y quien da a todo su consistencia.Hacia Él y por Él, Vida y Luz interiores del mundo,a través del esfuerzo y la agonía,se da la universal convergencia de todo el espíritu creado.Él es Centro único, precioso y consistente,que resplandece en la culminación venidera del Mundo. Pierre Teilhard de Chardin2
1. Los antecedentes tribales del Cristianismo
a. La conciencia de Israel como pueblo elegido
El Cristianismo hunde sus raíces en la experiencia religiosa de unas tribus de nómadas que conocieron la esclavitud en Egipto. La liberación de esta esclavitud y las sucesivas alianzas de Dios para con ellos fueron comprendidas como una predilección, con el consiguiente peligro de darle un giro exclusivista y narcisista. La tentación permanente del pueblo de Israel es comprender la elección como un privilegio, como un poder que le otorga superioridad y dominio sobre los demás pueblos. El mensaje de los profetas será siempre recordar que la elección no es un derecho, sino un don que se debe convertir en servicio, en testimonio ante los demás pueblos (Ex 22,20‑23; Is 2,2‑5; Jer 7,5‑7; Zac 7,9‑10; 8,20‑23).
Cuando Jesús es bautizado en el Jordán, recibe la conciencia de ser el Hijo predilecto del Padre (Mt 3,17 y paral.). En el Evangelio de Lucas, a continuación de esta teofanía, aparece la genealogía de Jesús, que se remonta hasta Adán (Lc 3,23‑38). Con ello se quiere indicar que la elección de Jesús como el Hijo predilecto no supone una exclusión de los demás seres humanos, sino una radical inclusión de todos ellos en él. Las tentaciones de Jesús en el desierto expresan esa tendencia innata del ser humano a posesionarse de lo que uno ha recibido para todos. La vida de Jesús será ir de despojo en despojo: cuanto más va sintiendo pertenecer al Padre y proceder de Él, más se va sintiendo Hermano de todos. Su muerte en los extramuros de Jerusalén manifiesta el desbordamiento mesiánico, más allá de los límites establecidos por Israel, invalidando para siempre las pretensiones de cualquier religión nacionalista.
b. El Dios verdadero y los dioses falsos
En el subconsciente cristiano hay otro elemento heredado del Judaísmo que es problemático para el encuentro interreligioso: el Dios de Israel se muestra siempre celoso ante los demás dioses (Ex 20,3; 34,14; Dt 6,1‑7,6; Jr 25,6; Sal 81,10). La Torah considera la idolatría como el peor de los pecados, hasta el punto de ser castigado con la muerte (Ex 22,19; Dt 13,7‑16; 17,3‑7). La idolatría se identifica con la adoración de dioses extranjeros, considerados falsos. Ello da al Judaísmo una dureza ante las demás religiones, dureza que han heredado el Cristianismo y también el Islam.
Sin embargo, entendemos que el mensaje bíblico sobre el carácter único de Yahvéh no supone una descalificación de la experiencia religiosa de otros pueblos, sino que es una llamada a la fidelidad de Israel a su propia historia de alianza con Dios. El pecado de idolatría consiste en perder la confianza en esa relación y buscar seguridades o intereses en otras manifestaciones de Dios. La insistencia de la Ley y de los profetas en el carácter exclusivo de Yahvéh se debe a una pedagogía muy precisa: mostrar que el Dios Único y Trascendente no es una proyección de los deseos humanos que pueden ir manipulando la divinidad o ir cambiando de divinidades en función de las propias avideces (Sal 81,12‑13), sino que Dios es el término último del deseo humano que va siendo transformado de posesividad en abandono, confianza y comunión. Es decir, lo que la Biblia revela no es que los dioses de los demás pueblos sean falsos, sino que lo que los falsifica es la relación objetual, posesiva, mágico‑instrumental, con ellos.
la vida de Jesús es ir de despojo en despojo: cuanto más va sintiendo proceder del Padre, más se va sintiendo Hermano de todos
2. La unicidad y la universalidad de Cristo
La elección y el carácter único del Dios de Israel adquieren unos rasgos nuevos en el Cristianismo. Ello sucede a través de unos acontecimientos sin precedentes: la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. A través de la experiencia pascual, los discípulos fueron descubriendo que la elección de unos pocos –el pueblo de Israel– se convertía en una elección para todos.
Por otro lado, la experiencia pascual fue de tal intensidad, de tal calibre, que llevó a decir a los primeros cristianos que Dios se había manifestado “de una vez por todas” (ephapax, Rm 6,10) en Cristo Jesús. Desde entonces, el acontecimiento pascual es una fuente inagotable de revelación: los seguidores de Jesús entendemos que en su persona concreta e histórica Dios se ha manifestado como donación total, amor sin límites.
La Iglesia Primitiva necesitó cuatro siglos para ir elaborando su comprensión de Jesucristo a partir de una reflexión orante. Y lo hizo con la terminología de su época, tomada de la filosofía griega. Poco a poco se fue precisando la formulación del Dios Trinitario, queriendo expresar que el Misterio de Dios revelado en Jesús se manifesta como una Comunión de relaciones entre un Núcleo Original y personal que crea sin cesar –lo que llamamos Padre–, un receptáculo, un cuenco, que acoge ese verterse infinito –lo que llamados Hijo–, y una incandescencia de esa relación que fluye entre los dos, expandiéndose hacia “fuera” de sí mismos –lo que llamamos Espíritu–.
el conflicto entre la particularidad histórica de Jesús de Nazaret y la universalidad atemporal de Cristo se pone de manifiesto al confrontarse con el mensaje de otras religiones
Al mismo tiempo, se llegó a una formulación paradójica: que en la persona de Jesús se había encarnado la plenitud de Dios a través del Logos, dándose plenamente en él la conjunción de la naturaleza humana y la naturaleza divina. Dicho de otro modo, en Cristo Jesús se da el encuentro de dos donaciones, de dos despojos radicales (kénosis, Fil 2,7): el divino y el humano. Ambos se hacen Uno porque ambos se vacían para dejar paso al otro. Lo que en la Cruz parece una aniquilación, se revela como la máxima plenitud: la Vida auténtica, la Humanidad Nueva comienza en la Cruz, donde lo divino (eje vertical) se une con lo humano (eje horizontal) en un punto de encuentro que es un Vacío hecho de Luz. Ello llevó a decir a Máximo el Confesor (s.VI‑VII) que todas las cosas están atravesadas por la cruz, en cuanto que están redimidas de su encerramiento sobre sí mismas3. Y ello se ha dado “de una vez por todas” y para toda la Humanidad, no sólo para una cultura o un pueblo determinados. Cristo resucitado es el Hombre nuevo (1Cor 15,45; Rm 5,14), a través del cual todas las cosas se reconcilian con Dios (Col 1,20). El dinamismo misionero está contenido en la experiencia fundante del Cristianismo: la comunicación a todos los pueblos de la Buena Nueva de la encarnación, muerte y resurrección del Verbo de Dios en un ser humano, para que, a través de él, la humanidad se transforme en Dios. Como dice el adagio patrístico, Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios.
Pero con ello, la fe cristiana contiene una tensión difícil de resolver: por un lado, en cuanto parte de la persona concreta e histórica de Jesús de Nazaret, circunscrita en el tiempo y en el espacio, es portadora de un mensaje particular. Por otro lado, al afirmar que Él es el Nuevo Adán y que en Él reside la plenitud de la Divinidad (Col 1,19; 2,9), tal particularidad adquiere un alcance universal. Tal conflicto entre la particularidad histórica de Jesús de Nazaret y la universalidad atemporal de Cristo se pone de manifiesto al confrontarse con el mensaje de otras religiones: ante el Islam, por ejemplo, se plantea el problema de una nueva revelación, cronológicamente posterior a la de Cristo. Ante el Hinduismo, se plantea otro problema: los avatares. Avatar significa literalmente “descender”. En la tradición hindú, Dios “desciende” cada vez que el mundo lo necesita4. Tradicionalmente, se atribuyen diez avatares a Vishnú. Dios es infinito, y para ellos resulta una concepción muy escasa de la Divinidad pensar que en Cristo se haya concluido la posibilidad de Dios de volver a descender. Pueden aceptar que Jesús sea un “avatar” más, pero no el único. Percibimos aquí las dificultades del lenguaje y la inadecuación de la equivalencia de los términos, porque el concepto cristiano de encarnación no se corresponde exactamente con el término hindú de avatar. Éste tiene más bien un carácter mítico‑simbólico y se asemeja más a una manifestación de Dios, las cuales pueden ser múltiples, mientras que el concepto de encarnación cristiano está ligado a su carácter histórico, único e irrepetible de la persona de Cristo.
Cristo es la Forma acabada de Dios, su Imagen plena, mientras que el Espíritu es el dinamismo que conforma la Historia hacia esa Forma crística que late en todas las formas
Con todo, desde esta perspectiva, cabe plantearse si la acción (oikonomía) del Verbo se restringe al acontecimiento encarnatorio de Jesús de Nazaret. Que se haya dado plenamente en él no significa que se agote en él. Es decir, no es impertinente preguntarse si hay una dimensión no‑encarnada del Hijo –el Logos asarkos– que perdura después de su encarnación en Jesús5. El retirarse simbólico de la Ascensión significa que, en cierto modo, la presencia histórico‑concreta de Jesucristo debe ser trascendida: “Conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Defensor no vendrá a vosotros” (Jn 16,7). El Defensor es el Espíritu Santo, el otro brazo del Padre, según la expresión de San Ireneo.
Es importante caer en la cuenta de que Cristo significa El Ungido, “Aquél que ha recibido el Espíritu”. Es decir, que en el mismo término Jesucristo se está mencionado conjuntamente la acción y la presencia del Hijo y del Espíritu. Un Espíritu que actúa en el mundo antes de la encarnación del Verbo y sigue actuando después. Es el Espíritu Creador que sobrevoló sobre el Caos primigenio (Gn 1,2), dando forma a las Aguas informes. Cristo es la Forma acabada de Dios, su Imagen plena (Jn 1,18; 14,9), mientras que el Espíritu es el dinamismo que conforma la Historia hacia esa Forma crística que late en todas las formas. En la tradición mística, se concibe un engendramiento no único sino sucesivo del Verbo, a través de la plena obertura a la acción del Espíritu. Así dice el Maestro Eckhart: “El Padre engendra a su Hijo sin cesar. Y yo digo más aún: el Padre me engendra en tanto que Hijo suyo y el mismo Hijo (...). Todo lo que Dios realiza es Uno, por lo cual, Él me engendra en tanto que su Hijo, sin diferencia alguna”6. Esta interpretación de la acción del Espíritu deja un campo muy abierto a otras manifestaciones del Verbo. No en vano el Maestro Eckhart es una de las referencias‑puente con las religiones de Oriente.
Tal posibilidad de interpretaciones se ha puesto de relieve a propósito del encuentro interreligioso.
3. Diferentes corrientes teológicas ante el pluralismo de religiones
En los últimos años, dentro de la teología cristiana –tanto católica como protestante–, se han desarrollado diferentes posiciones ante el pluralismo de las religiones: desde la más cerrada, la llamada teología eclesiocéntrica, de carácter exclusivista, hasta la más abierta, llamada teocéntrica o también pluralista. Entre ambas, se sitúa la posición cristocéntrica.
La teología eclesiocéntrica representa la postura clásica de la Iglesia hasta el Vaticano II: sólo hay “salvación” si hay reconocimiento explícito de Cristo e incorporación sacramental a la comunidad cristiana. Esta posición, de hecho, se daba tan sólo en el plano teórico, ya que en la práctica se aceptaba la existencia de un bautismo de deseo, e incluso se admitía que este deseo fuera sólo implícito.
En el otro extremo, los autores de la corriente teocéntrica o pluralista sostienen que Cristo es camino, pero no el único camino para llegar a Dios, y así conciben el Cristianismo como una más entre las religiones.
La posición cristocéntrica es más compleja: por un lado, mantiene la afirmación del carácter único y universal de Cristo, pero no en el sentido de que haya que confesarlo explícitamente para participar de Él, sino que el acontecimiento irrepetible de Cristo, sucedido para toda la humanidad, configura e ilumina a las demás religiones y actitudes desde el interior de ellas mismas. Se trata de una concepción semejante a la sostenida por Karl Rahner con su expresión “cristianos anónimos”. Tal posición, de carácter inclusivista, es tachada por algunos de absorcionismo. El cristocentrismo no es absorcionista si se conjuga con lo que podría llamarse el pneumacentrismo, esto es, la conciencia de que lo que hace universal a Jesús de Nazaret es su carácter crístico, es decir, la acción del Espíritu sobre Él, que se extiende a todo ser humano.
Sin embargo, reflexiones más recientes7 están intuyendo que estas diferentes posiciones (la exclusivista, la inclusivista y la pluralista) son inadecuadas para el encuentro interreligioso, porque parten de posturas previas que se debaten entre el absolutismo y el relativismo. De aquí que se hable de una teología en diálogo, que implica un nuevo método del acto teologal todavía por descubrir y practicar. Retomaremos esta cuestión más adelante, en el último apartado.
En cualquier caso, el diálogo interreligioso nos ayuda a tomar conciencia de la insuficiencia de la formulación del misterio cristiano, hecha siempre a partir de una terminología y de un contexto muy concretos. De ahí que, además de las cuestiones anteriores, haya que tomar conciencia de las mediaciones culturales que vehiculan el mensaje cristiano.
el acontecimiento irrepetible de Cristo, sucedido para toda la humanidad, configura e ilumina a las demás religiones y actitudes desde el interior de ellas mismas
4. La inculturación
La Iglesia se halla hoy ante una situación semejante a la que se encontraron Pablo y la primera comunidad cristiana: si en aquel momento se hubieron de plantear cómo transmitir el núcleo de la fe sin tener que pasar por el Judaísmo, el reto que actualmente se nos presenta ante otras culturas es cómo transmitirlo más allá del legado greco‑latino. Cabe recalcar, sin embargo, que el primer ejercicio de inculturación se realizó en el Judaísmo helénico, cuando, en el s. III a.C., la comunidad judía decidió traducir la Biblia al griego para los judíos de la diáspora. Se trata de la célebre traducción de los Setenta, llamada así porque este difícil trabajo de traducir sin traicionar –tradutore, traditore– se confió a setenta y dos sabios. Allí se jugaban cuestiones de importancia capital: ¿Qué término griego podría vehicular la noción‑experiencia hebrea de Dios? Yahvéh, el tetragrama impronunciable, no fue ni podía ser traducido, pero se tomó el término Theos para decir Elohim o El –de la misma raíz semítica que Allah–. El significa literalmente “poder”. Theos, en cambio, proviene de dev, la raíz indoeuropea para asignar la divinidad, que significa “brillar a través”. En Theos resuena Zeus, el Dios sumo del panteón pagano. Asumir este término significaba, de algún modo, aproximar ambas concepciones de Dios: la semítica, de talante más monolítico y trascendente, y la indoeuropea, más polisémica e inmanente. De aquí que Torres Queiruga haya hablado de in‑religionación8 para referirse al hecho de que la conversión a otra religión no implicaría abandonar por completo la propia, sino que la nueva religión adoptada quedaría enriquecida por el bagaje de la anterior.
En cualquier caso, traducir es inculturar, e inculturar supone impregnarse de los valores explícitos e implicitos de la cosmovisión que una lengua vehicula. La palabra que designa a Dios en cada lengua está cargada de las connotaciones de su propia religión y cultura9. Así, por ejemplo, podrá sorprendernos a nosotros, cristianos occidentales, que los cristianos de lengua árabe llamen a Dios Allah. ¿Cómo habrían de llamarlo, si no?
la verdadera experiencia espiritual no se posee, sino que se recibe; no se fuerza, sino que se ofrece y se irradia con el propio testimonio de vida
En su momento, el Cristianismo primitivo supo inculturarse en la cultura helénica. A partir de sus categorías elaboró, transformándolas, los dogmas principales de nuestra fe. Hoy, al salir al encuentro de otras culturas y valorarlas como tales, hemos empezado a caer en la cuenta de que otros símbolos y formulaciones pueden ser tan aptos como los “nuestros” para contener el mensaje del misterio pascual. Ello comportará dos cosas: por un lado, esos símbolos serán transformados por el contenido del Evangelio, tal como sucedió con la cultura griega, pero por otro, se podrán expresar y explicitar aspectos de la fe que antes no habían sido formulados. Sólo recientemente la Iglesia ha tomado conciencia del reto de la inculturación. Michel de Certeau habló del viaje abrahámico: desprenderse de las referencias de siempre (“abandonar el propio país y la casa de nuestros padres”, Gn 12,1) para ir en búsqueda de nuevas formulaciones que se adecúen más a nuestros interlocutores10.
La formulación y expresión simbólica de la fe cristiana con otras categorías que no sean únicamente las occidentales requerirá un largo camino, fraguado en la contemplación, entre desvelos y discusiones, donde habrá tanteos, excesos, aciertos y errores, tal como sucedió en los primeros siglos del Cristianismo. Pero, tal como entonces, no estamos solos: “el Espíritu os irá guiando hasta la Verdad plena” (Jn 16,13). ¿Por qué temer esta aventura? Al contrario, ¿por qué no amarla con todo lo que contiene de promesa, de ahondamiento y crecimiento, de enriquecimiento para la misma fe, de descubrimiento de más caras del único Diamante? Ninguna palabra humana puede agotar “la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Dios revelado en Cristo Jesús, ese amor que sobrepasa todo conocimiento” (Ef 3,18‑19).
5. Diferencia entre lo cristiano y lo crístico
Pero lo que más falsea el mensaje cristiano –como cualquier otro credo religioso– es la actitud con la que se presenta: cuando más que ofrecerse como una oportunidad para todos, se convierte en una consigna a imponer sobre los demás. La verdadera experiencia espiritual no se posee, sino que se recibe; no se fuerza, sino que se ofrece y se irradia con el propio testimonio de vida.
a Cristo no lo poseemos, sino que somos poseídos por Él, y ser posesión suya nos desposee de nosotros mismos
Es decir, no poseemos la verdad, sino que, en todo caso, somos poseídos por ella. Por el mero hecho de profesarnos cristianos, estamos tan lejos y tan cerca de Cristo y de su mensaje como los que jamás han oído hablar de Él y son fieles a sus propias creencias. El problema está en que confundimos el hecho de saber un mensaje o un concepto con el hecho de conocerlo y todavía más de vivirlo. Al “saberlo”, creemos detentar todas las posibilidades de su conocimiento, nos instalamos en él, y acabamos blandiéndolo como trofeo. Y al transmitirlo, lo comunicamos como una propiedad “nuestra”, invasora, compitiendo así con otras creencias. Y es que hay un modo idolátrico de relacionarse y de presentar a Cristo. Cargada de esta ambigüedad, se ha realizado durante siglos la llamada “evangelización”, cuando muchas veces no ha sido más que una colonización religiosa y cultural, al servicio de una hybris occidental depredadora.
Y es que, insistimos, a Cristo no lo poseemos, sino que somos poseídos por Él, y ser posesión suya nos desposee de nosotros mismos. Porque Cristo es el despojo de Dios hecho carne, y es perversión posesionarnos de Alguien que revela a Dios como desposesión de sí mismo. La fe en Cristo no es un concepto, sino la experiencia de un Encuentro que abre un dinamismo inacabable de identificación con Él, y ello conduce a un progresivo desalojo de toda forma de yo‑ismo y de lo mío. En este sentido, Cristo no es el fundador de una nueva religión que hubiera que exaltar ni defender, sino que Cristo revela un modo de vivir, un modo de estar en el mundo que es camino de humanización y a la vez de divinización. Se trata de vivir como Cristo, de vivir en Cristo, de hacerse Cristo, en lugar de hablar sobre Él.
Llegados a este punto, habría que distinguir tres cuestiones diferentes11:
a. La experiencia cristiana de fe, surgida de un Encuentro personal con Cristo, que cada cristiano está llamado a recrear y a profundizar. Experiencia mística que en ningún momento está alcanzada o conseguida, sino que contiene un dinamismo inacabable de transformación y de conocimiento12. Toda religión contiene un núcleo originario y fundante, que es el que le da su fuerza unificante. El Cristianismo surge simultáneamente, pues, de dos fuentes: en primer lugar, de la transmisión de la experiencia pascual de los primeros discípulos, de su encuentro personal con Cristo Resucitado; y, al mismo tiempo, de la experiencia personal de cada cristiano con Cristo, que es lo que recrea el Cristianismo. Cuando se produce tal encuentro personal con Él, los referentes anteriores quedan radicalmente alterados, tal como le sucedió, paradigmáticamente, a san Pablo (Hech 9; Gal 1,11ss). Esta experiencia mística no se puede imponer; tan sólo desear y ofrecer, y en todo caso, con temor y temblor, tratar de suscitar y comunicar a otros por medio del propio testimonio.
la perspectiva crística no implica una absorción de las demás religiones en una única expresión del Misterio, sino que aporta un impulso a la autenticidad de cada una de ellas
b. Distinguible de esta experiencia de Encuentro personal y fundante, se da el Cristianismo en tanto que reflexión dogmática, expresión simbólica y configuración institucional de esa experiencia fundante. Es decir, se da el Cristianismo en tanto que “ismo”, como construcción e interpretación socio‑cultural de la vida, mensaje y experiencia pascual de Cristo, fraguada primero en la cuna del Mediaterráneo y extendida después a todo Occidente. Tal es el ámbito propiamente problemático en el diálogo interreligioso, porque se mezclan aquí muchos otros aspectos e intereses que, de hecho, compiten con los de las demás religiones, también entendidas institucionalmente.
c. Por último, cabe hablar de lo crístico como la aportación específica de lo revelado por Cristo al mundo, pero despojado, en la medida en que esto es posible, de todo ese bagaje histórico‑cultural. Cristo revela que la acogida‑donación al otro es el modo de ser de Dios y el modo de ser más humano. En Cristo, Dios se revela como un darse infinito, como una radical salida de sí. El ser de Dios se manifiesta radicalmente ex‑stático: una permanente ofrenda de sí por amor, tanto en su “interior” (las llamadas “relaciones intratrinitarias”) como en su “exterior” (creando). Lo crístico es la revelación de que lo humano alcanza la plenitud cuando participa de este modo de ser extático de Dios.
Entendida así, la perspectiva crística no implica una absorción de las demás religiones en una única formulación y expresión del Misterio, sino que aporta una clave para interpretarlas y un impulso a la autenticidad de cada una de ellas. En este sentido, repetimos que cabe decir que Cristo no propone una nueva religión, sino que dinamiza y lleva a su culminación lo que ya hay en cada una de ellas. Se trata de ahondar y extender lo que la Patrística llamó los logoi spermatikoi (las “razones seminales”) de la cultura helénica: en todos los pueblos y culturas hay semillas latentes del Verbo. Cristo, el Darse plenamente manifestado de Dios, no hace más que permitir reconocerlas y desplegarlas. Desde nuestra perspectiva cristiana, cada religión es como el Antiguo Testamento: Cristo no anula, sino que plenifica cada camino humano hacia Dios y hacia los hermanos.
Cristo revela que la acogida‑donación al otro es el modo de ser de Dios y el modo de ser más humano
Podemos decir que lo crístico es el criterio de discernimiento que el Cristianismo ofrece a las demás religiones: lo que nos salva y lo que nos diviniza es la capacidad de abrirnos al Otro –Dios como experiencia fontal del propio ser– y al otro –el sacramento del hermano–. Es más, Dios se revela en y se identifica con el rostro del hermano (Mt 25,31ss). “En el atardecer de la vida, se nos examinará del amor”, dirá San Juan de la Cruz13. Esta comprensión inclusivista de lo que hay de crístico en las demás religiones no es un absorcionismo, sino un radical respeto por lo otro, a la vez que, desde la propia fe, supone también el ofrecimiento de una plenificación. La universalidad de Cristo radica en el hecho de que ya está latente en todos y en todo (“por Él y en vistas a Él todo fue hecho” [Col 1,16]), lo cual es revelado e impulsado por el Jesús histórico. De este modo, creemos que no hay contradicción en el hecho de creer, por un lado, que Cristo plenifica a las demás religiones, y por otro, afirmar que esta Plenitud ya está en ellas, que no les viene desde fuera.
Como cristianos, creemos que la Cumbre ha descendido al llano y se ha hecho Camino, pero no para anular los demás caminos, sino para facilitarlos. Del mismo modo, hay que tratar de sostener dos afirmaciones simultáneamente: que Jesús, en cuanto particularidad histórica, es camino junto a otros caminos, y al mismo tiempo, que Cristo, en cuanto Realidad Transhistórica, es Meta, Omega, Punto de encuentro de todos los caminos, entre los cuales se incluye, como uno más, el histórico‑cultural del Cristianismo.
Desde esta perpectiva, nos inclinamos a comprender que la conversión no consiste en cambiar de religión –entendida como construcción cultural, elaboración dogmática y coto institucional–, sino en renovar el corazón (conversio cordis), descentrándose de sí mismo y autentificándose en la hondura de la propia Tradición. Porque cada religión es un camino hacia la única Cumbre, un radio de la circunferencia que lleva al único Centro. En esa Hondura, en esa Cumbre, se abre una Dimensión infinita de Amor y de Luz, cuyo nombre cristiano es el Rostro kenótico de Dios, Cristo Jesús.
Cada cultura ha elaborado sus propios símbolos y formulaciones del Misterio, y tal vez la primera conversión debería ser la de respetar y admirar la sabiduría y belleza de esos otros accesos. Es desde esta perspectiva como el diálogo interreligioso cobra toda su relevancia.
la Cumbre ha descendido al llano y se ha hecho Camino para facilitar los demás caminos
3. EL DIÁLOGO COMO ACTITUD
Con la iluminación, todo es de la misma familia.Sin la iluminación, todo está separado de todo. Poema chino del s. XIII
1. El respeto por el otro
El encuentro y el diálogo interreligiosos, implican, ante todo, una actitud integral de respeto por el otro. He aquí tal como es descrita por Gandhi, mártir y confesor de esta causa:
“No me corresponde a mí criticar las Escrituras de las demás religiones, o señalar sus defectos. Más bien mi privilegio es –y debería ser– proclamar y practicar las verdades que hay en ellas. No debo, pues, criticar o condenar cuestiones del Corán o de la vida de Mahoma que no puedo entender, sino que debo aprovechar todas las oportunidades que se me presenten para expresar mi admiración por aquellos aspectos de su vida que soy capaz de apreciar y comprender. Ante las cuestiones que presentan dificultad, trato de verlas a través de los ojos de mis amigos musulmanes, a la vez que trato de entenderlas con la ayuda de especialistas suyos que comentan el Islam. Únicamente a través de tal aproximación reverente a las demás creencias diferentes de las mías es como puedo practicar el principio de igualdad de todas las religiones. Y a la vez, es simultáneamente mi derecho y mi deber señalar los defectos del Hinduismo para purificarlo y mantenerlo puro. Sin embargo, cuando un no‑hindú critica el Hinduismo indiscriminadamente, pasando lista de todos sus defectos, no hace más que poner en evidencia su propia ignorancia y su incapacidad de situarse bajo el punto de vista hindú. Distorsiona su visión y vicia su juicio. Así, mi propia experiencia es que las críticas de los no‑hindúes sobre el Hinduismo me ayudan a descubrir las limitaciones de mi religión, a la vez que me enseñan a ser prudente antes de lanzarme a criticar el Islam o el Cristianismo y a sus fundadores”14.
La postura que se manifiesta aquí es el radical respeto por el otro, ante el que no se da ni exclusión ni absorción, sino una acogida reverencial. Parte de la convicción de que el otro no sólo no es un estorbo, sino una bendición para mí, porque me complementa. A su vez, manifiesta que para que haya alteridad, debe haber identidad. Es decir, para que exista enriquecimiento en el encuentro, cada parte debe aproximarse a partir de lo que es ella misma. El problema está en que la identidad, como ya hemos señalado, suele contener muchos elementos de autoafirmación y de narcisismo. Y esto no basta con constatarlo, sino que hay que estar permanentemente trabajándolo, purificándolo, mediante esa apertura y acogida de lo “diferente” de uno mismo.
Pero notemos que hay más. El respeto por la alteridad no consiste sólo en soportar educadamente la diferencia, sino en llegar a la convicción de que la diferencia es una bendición para todos. Y que esta diferencia tiene incluso un valor teologal, en el sentido de que permite acercarse más al misterio de Dios, en cuanto que posibilita más ángulos de acceso.
el otro no sólo no es un estorbo, sino una bendición para mí, porque me complementa
2. Valor teologal de la diferencia
Es conocida la parábola oriental de aquel elefante rodeado por cinco ciegos15. Uno de ellos, tocando una de sus patas, creía estar ante la columna de un templo; otro, tomando su cola, creía tener una escoba en las manos; a otro, palpando su vientre, le parecía estar bajo una gran roca; otro, dando con la trompa, se asustaba creyendo que tocaba una gran serpiente; el último, palpando sus colmillos, pensaba en la rama de un árbol. Y se ponían a discutir entre ellos sobre la certeza de su percepción y la infalibilidad de su interpretación.
Esta parábola, en su aparente simplicidad, arroja una triple luz a nuestro tema:
1. En primer lugar, remite al carácter analógico del conocimiento religioso: las identificaciones (pata‑columna; cola‑escoba; vientre‑roca, etc.), sin ser descabelladas, son del todo insuficientes. Una insuficiencia que nos causa incluso ternura y compasión, que es lo que le debe suceder a Dios ante nuestras aproximaciones dogmáticas. En la teología clásica ya se decía que en la analogía sobre el conocimiento de Dios, es mucho mayor la desemejanza que la semejanza.
2. En segundo lugar, muestra el carácter condicionado de toda interpretación: re‑conocemos la realidad a partir del conocimiento que tenemos de otras cosas, haciendo que toda percepción esté condicionada por las experiencias previas y por los cánones interpretativos que nos proporcionan nuestras propias referencias.
3. Por último, muestra que la Realidad total es más, mucho más, que la prolongación o dilatación de una de sus partes. No se trata de relativizar la verdad de cada religión, sino de creer que hay una Verdad más alta, jamás abarcable por nuestras verdades parciales.
Sin embargo, la tentación de toda religión es creer que ella, en virtud de una Revelación sobrenatural, tiene la visión global del Elefante, y que son las demás las que, en el caso de concederles algo de verdad, perciben tan sólo alguna de sus partes. Si todas las religiones son susceptibles de pensar esto, significa que, de hecho, no hemos superado la posición de los ciegos. Desde una perspectiva antropológica, ninguna religión puede autoconstituirse en una meta‑religión que mirara a las demás desde lo alto. Las religiones son puntos de vista. Sólo Dios es el Punto desde el cual todo es mirado. Con todo, se constata el fenómeno de que en el interior de cada religión se produce una suerte de elevación, con una elaboración teológica adyacente, que trata de situarse en ese meta‑lugar. Este cambio de perspectiva sólo es legítimo si conlleva un cambio de actitud: es meta‑lugar si no compite con los demás meta‑lugares, sino que permite observarse mutuamente sin competir, sin devorarse, sin descalificarse; al contrario, agradeciéndose, reverenciándose recíprocamente, tratando de percibirse y recibirse como complementarios.
no se trata de relativizar la verdad de cada religión, sino de creer que hay una Verdad más alta, jamás abarcable por nuestras verdades parciales
Desde esta actitud, nos podemos enriquecer unos a otros por el modo específico con que cada religión se aproxima al Absoluto o a la Realidad Trascendente: entre las religiones monoteístas, el Judaísmo aporta la experiencia de un Ser innombrable pero personal, que es fiel y que aglutina a un Pueblo, restableciendo continuamente su Alianza con él; el Islam ofrece el Dios que trasciende toda imagen y que ordena la vida en torno a unas prescripciones accesibles a todos, ritmando la jornada en torno a las cinco oraciones diarias; el Cristianismo, la concepción de un Dios que es comunión de relaciones extáticas, y que tanto ha salido de sí, que se ha hecho uno de nosotros, revelando el carácter sagrado del hermano. Entre las religiones orientales, el Hinduismo aporta la manifestación múltiple de la Divinidad, a la vez que proporciona métodos concretos para alcanzar la esencia divina que está en todo ser humano (atman); el Budismo aporta, a través del Silencio, la purificación de toda concepción mental de Dios, a la vez que ayuda a liberarse de las diferentes formas del dolor a través de la disolución del yo; el Taoísmo aporta la noción del Vacío como camino de plenitud, a través del actuar espontáneo; el Confucionismo, la veneración del orden social y el respeto por la memoria de los antepasados; en un momento en que hemos empobrecido nuestra relación con el mundo por nuestra compulsión utilitarista, las llamadas religiones animistas aportan su capacidad de percibir el “alma” de las cosas; y en un tiempo en el que el Planeta está amenazado por las devastaciones ecológicas, las religiones amerindias aportan su veneración por la Madre Tierra (Pacha Mama) y el valor sagrado de la naturaleza.
Entre estas aportaciones y mutuos enriquecimientos, cabría incluir lo que la postura no‑creyente también aporta a las religiones: su aceptación de la finitud, la opción por lo que se podría llamar lo “contingente‑concreto” –o el dios de las pequeñas cosas–, que ayuda a las creencias religiosas a purificarse de pretensiones y ensoñaciones que a veces las distraen de lo concreto. El agnosticismo enseña un camino de humildad y de pudor apofático, tal como sugería Wittgenstein: “Lo verdaderamente importante es precisamente aquello de lo que no podemos hablar” (Tractatus, 6.432). A veces, nuestro exceso de palabras sobre Dios es lo que nos aleja de muchos contemporáneos que viven el día a día, tratando de ser honestos en su religación con lo cotidiano.
las religiones son puntos de vista. Sólo Dios es el Punto desde el cual todo es mirado.
Ahora mi corazón se ha convertidoen receptáculo de todas las formas religiosas:es pradera de gacelasy claustro de monjes cristianos,templo de ídolos y Kaaba de peregrinos,Tablas de la Ley y Pliegos del Corán. Ibn Arabi16
Nunca como hasta el presente se había dado la oportunidad de poner en contacto la santidad de las religiones, permitiendo así que cada una fecunde a su modo la Tierra. En los últimos años se ha empezado a reflexionar sobre ello y se ha llegado a distinguir cuatro ámbitos de esta mutua fecundación: el de la convivencia diaria; el de la causa común por la paz y la justicia; el de la reflexión teológica; y el ámbito de la oración y el silencio compartidos17.
1. La convivencia cotidiana en la pluralidad de creencias
El primer testimonio que pueden dar las religiones en un mundo crispado como el nuestro, en el que se recela de las diferencias y se sospecha de lo “otro”, sería el de manifestarse como cauces de acogida y respeto mutuos. Mostrar que la auténtica experiencia religiosa genera la capacidad de abrirse al sacramento del hermano, como diferente de mí. Religión, pues, como impulso de religación entre los humanos, como capacitación de estrechar lazos de unión entre vecinos, con emigrantes de otras creencias recién llegados, compartiendo la misma escalera, llevando los hijos a las mismas escuelas, disfrutando del mismo ocio, de los mismos parques... Las religiones están llamadas a testimoniar que la auténtica experiencia espiritual es un fuego purificador y transformador que hace salir de uno mismo, relativiza el yo y lo mío; que la experiencia de Dios es fuente de ternura y de humanización que fecunda por dentro la convivencia humana, dándole una calidad insospechada.
les corresponde a las religiones mostrar que de las entrañas mismas de la experiencia religiosa brota un torrente de ternura por los más pequeños ydesprotegidos, y una conseguiente pasión por la paz y la justicia
2. La causa común por la paz y la justicia
En un plano más elaborado, las religiones están llamadas a promover conjuntamente la paz y la justicia en el mundo. Las religiones deberían ser profetas en este terreno, en lugar de sentirse ajenas, como si la causa de los hijos del Cielo no fuera la misma que la causa de los hijos de la Tierra. Gran parte de su credibilidad está en mostrar cómo el vínculo (religio) con el Absoluto es fuente de implicación con lo humano. Es más, les corresponde a ellas mostrar que de las entrañas mismas de la experiencia religiosa brota un torrente de ternura por los más pequeños y desprotegidos, y una conseguiente pasión por la paz y la justicia. En este sentido, Paul Ricoeur ha hablado de que la Iglesia debería dar testimonio de la Lógica de la sobreabundancia18, es decir, mostrar la opción preferencial por los más desfavorecidos.
En esta causa y testimonio comunes, cada religión está llamada a aportar la especificidad de su propia santidad, la riqueza de su modo de proceder. Así, las religiones occidentales contribuirán con una palabra audaz y profética, con los medios eficaces propios de su cultura, mientras que las religiones orientales aportarán su serenidad y su sabiduría. Como testimonio de éstas últimas, valgan las palabras de un monje budista camboyano:
“El sufrimiento de nuestro país ha sido profundo. De este sufrimiento surge una gran ternura. La ternura pone paz en el corazón. Un corazón pacífico da paz al ser humano. Un ser pacífico pone paz en una familia. Una familia pacífica pone paz en una comunidad. Una comunidad pacífica pone paz en una nación. Una nación pacífica pone paz en el mundo”19.
Este texto es un precioso exponente no sólo de Oriente, sino de lo que la experiencia religiosa puede aportar a la causa de la paz y de la justicia: propiciar la mirada interior, la reconciliación y la pacificación del corazón como fuerza y dinamismo para la reconciliación social. El encuentro de Asís (1986) convocado por el Papa para orar por la paz mundial con los representantes de las grandes religiones del planeta fue un gesto inspirado que señala por dónde se puede seguir avanzando. Las religiones están llamadas a promover con audacia causas conjuntas. Por ejemplo, qué bello sería que los musulmanes y cristianos nos juntáramos con más valentía en España y en Europa para defender los derechos de los emigrantes; y que ello lo hiciéramos a partir de centros comunes de acogida y de oración. De hecho, ya existen tales centros, presencias anónimas en subsuelos donde uno se descalza para entrar, y donde la Biblia y El Corán ocupan juntos un lugar venerable en la sala.
la aportación de las religiones en el terreno de la paz y de la justicia es mostrar que una acción injusta o violenta no sólo destruye a la víctima, sino también al agresor
Porque lo propio de la experiencia religiosa es revelar que todos somos uno en el Uno. En último término, la aportación específica de las religiones en el terreno de la paz y de la justicia es mostrar que una acción injusta o violenta no sólo destruye a la víctima, sino también al agresor; que todos nos hacemos daño cuando vivimos devorándonos mutuamente, porque cuando arrebatamos lo material a los demás o los utilizamos, perdemos nuestra alma, ya que atrofiamos nuestra capacidad de ser humanos, esto es, hermanos.
3. El diálogo teólogico
El diálogo teológico es, tal vez, el más difícil de los cuatro ámbitos. Es también el más lento; por eso no debería ser mirado como el decisivo, por necesario que sea. La dificultad radica en la inconmensurabilidad de los sistemas religiosos: cada Tradición ha elaborado una constelación de términos y significados que forman un todo y que no se pueden intercambiar aisladamente, porque al sacarlos de su contexto, pierden su significante original. Ya hemos mencionado el ejemplo problemático de los avatares. Pongamos otros: en el Cristianismo, la noción del Dios Personal y de la conciencia personal en el momento unitivo es considerado lo más alto y lo más irrenunciable de la Revelación. En las religiones orientales, en cambio, este aspecto personal de la Divinidad está asociado a estadios todavía imperfectos de la experiencia mística. Esta mutua incomprensión se debe a que subyacen dos concepciones antropológicas distintas: Oriente no conoce la noción de persona, sino únicamente la del yo (aham), y este yo está asociado a todo el mundo de los deseos, avideces, celos, envidias, dominaciones y destrucciones mutuas,... causa de todos los desarreglos que hay entre los humanos. Las religiones orientales tratan de superar el ámbito de este yo mezquino que nos hace autocentrados, para alcanzar un Fondo donde lo humano y lo divino se hacen uno, haciendo desaparecer la relación yo‑Tú. La noción cristiana de persona, en cambio, no se corresponde con ese yo periférico a superar por las soteriologías orientales, sino que hace referencia a un Núcleo irreductible, hecho de conciencia y libertad, que concebimos presente tanto en el Dios Trinitario –comunión de Personas–, como en el máximo grado de unión mística del hombre con Dios. De aquí también los equívocos ante un tema como el de la reencarnación: nuestra noción de persona está identificada con un cuerpo y psiquismo precisos; desde esta concepción, la reencarnación nos parece una banalización de la existencia histórica concreta e irrepetible de cada uno. En Oriente, en cambio, lo que se busca es la liberación de lo más hondo del ser humano (el atman), que se va purificando a través de las diferentes “existencias”, avanzando a través de los diferentes yoes (aham) psíquico‑somáticos, que son tan sólo accidentales.
Lo que, sin duda, en un primer momento es causa de equívocos y de dificultades para el diálogo teológico, puede convertirse en un mutuo enriquecimiento. Y ello en dos sentidos: por un lado, porque al confrontarnos con otras concepciones antropológicas y teológicas, somos estimulados a precisar nuestras formulaciones; y por otro, porque somos invitados a relativizarlas, ayudándonos a tomar conciencia de que no agotan la totalidad del Misterio ni de lo divino y de lo humano.
el encuentro interreligioso es una ocasión y una invitación a la experiencia mística, donde unos y otros compartimos una común adoración ante el Ser del que todos recibimos el ser
Habría que alcanzar aquí lo que Raimon Panikkar ha llamado el “diálogo dialógico”20: un diálogo que va más allá del “diálogo dialéctico”, porque traspasa la lógica basada en la confrontación. Él mismo lo llega a calificar de “optimismo del corazón”21. Tal diálogo posibilita una mutua fecundación. En este encuentro, todos podemos salir beneficiados: ciñéndose a este marco, las religiones occidentales aportarán las nociones de arrepentimiento y de perdón, mientras que las orientales, las nociones de ignorancia y de iluminación; las religiones occidentales subrayarán la dimensión personal de Dios, mientras que las orientales acentuarán su dimensión oceánica; Occidente aportará el valor de la Palabra, mientras que Oriente aportará el Silencio que subyace y envuelve a toda palabra sobre Dios.
Estamos llamados, pues, no sólo a hacer una teología “para” el diálogo y “del” diálogo, sino “en” diálogo. No se trata tanto de una nueva teología, cuanto de un nuevo método de hacer teología, basado en la dimensión abierta, icónica, de las palabras y de los conceptos, y en la riqueza caleidoscópica de la multiplicidad de perspectivas.
4. La adoración y el silencio compartidos
Nunca como hoy habían estado tan a nuestro alcance los textos místicos de las diferentes Tradiciones. Vivimos un tiempo privilegiado para sentarnos juntos a los pies de los grandes Maestros, y escuchar a través de ellos el rumor de las Cumbres22. Hay confusión, cierto, pero tal vez nunca había habido tantas oportunidades para tanta sed de caminos que conduzcan hacia esa Otra Orilla. Cada Tradición está llamada a aportar lo mejor de su sabiduría y a serenar e iluminar los corazones de muchos. Para ello, los creyentes estamos llamados a ser seres transfigurados, habitantes del Silencio, y a la vez, hermanos apasionados por los otros hermanos. Más allá de los particularismos confesionales, podemos ayudarnos mutuamente a alcanzar y testimoniar una existencia teófora, es decir, que sea “portadora de Dios”, que irradie su Presencia, con la sola presencia.
Porque más allá de toda palabra sobre Dios, está el encuentro desde Dios y en Dios. Tal encuentro se hace en el Silencio, porque cuando hay experiencia de Dios, unos y otros percibimos la insuficiencia de toda palabra sobre Aquél que, estando en todo, está más allá de todo.
El encuentro interreligioso es una ocasión y una invitación a la experiencia mística, donde unos y otros compartimos una común adoración ante el Ser del que todos recibimos el ser. Como dice Ramakrishna, un místico hindú del siglo pasado, “¿de qué nos sirve discutir sobre el Océano infinito de la Divinidad, si tan sólo bebiendo una de sus gotas ya quedamos embriagados?”. Tratemos de encontrarnos para quedarnos en silencio ante Él, y así, embriagados, perdernos juntos en Él. Contagiémonos mutuamente de su Presencia e impregnémonos juntos de esa santidad de Dios que lo manifieste en el mundo, cada cual con los rasgos específicos de su propia Tradición.
Ayudémonos a encontrar las Fuentes, la Fuente, y bebamos juntos de ella, cada cual llenando la copa de su propia Tradición, para que, repletas, podamos escanciarlas sobre la Tierra, cuarteada y reseca, de Dios.
5. CONCLUSIONES
Tan sólo hemos podido apuntar algunos aspectos de una temática muy compleja, que integra planos diferentes: antropológico, sociológico, epistemológico, teológico... No hemos tratado de ser exhaustivos, sino tan sólo de plantear algunas cuestiones a partir de la toma de conciencia de la actitud que este encuentro y diálogo requieren: el respeto y la acogida de los otros como reflejo de la apertura y donación al Otro. Así, el encuentro interreligioso nos ayuda a descubrir nuestras actitudes más profundas, ya que Dios y los demás son lo “otro” de nosotros. Y es que la misma disposición con la que nos acercamos a Dios es con la que nos acercamos a los demás, y la misma disposición con que nos acercamos a los demás es con la que nos acercamos a Dios. Tomar conciencia de ello no es ajeno al conocimiento de Dios –ni de los demás–, sino que lo condiciona y lo conforma desde su misma raíz. La experiencia religiosa ayuda a ir transformando la pulsión de posesión y de depredación en disposición de acogida y de donación, porque tal es el ser de Dios.
En este sentido, todavía podemos decir más: el diálogo interreligioso –como todo otro diálogo– es fundamental porque es una actitud “teologal”, es decir, es camino de participación en ese modo de ser de Dios: Apertura sin límite, Éxtasis continuo, un permanente “perderse” de sí mismo en el otro, un vaciarse de sí para posibilitar la existencia de los demás. Así, el encuentro interreligioso se revela como espacio teofánico, es decir, ámbito de la revelación de Dios y ámbito por el cual testimoniamos a Dios, porque tan sólo encontrándonos y dialogando ya estamos mostrando al mundo el modo de ser de Dios: Donación y Olvido infinitos de sí que libera a todas las cosas de estar encerradas sobre sí mismas.
NOTAS
1. Esta expresión fue formulada por primera vez por San Cipriano de Cartago (258); fue retomada y endurecida en el siglo XIV por Bonifacio VIII en su bula Unam Sanctam (1302), cf.: E. Denzinger, El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, n. 468.
2. Ciencia y Cristo, Taurus, Madrid, 1968, 57.
3. Cf. Centurias sobre la Teología y la Economía, I,66. Algo semejante había insinuado San Ireneo, cuatro siglos antes, en el siglo II, hablando de la “crucifixión universal” del Logos.
4. Cf. Bhagavad‑Gita, 4,7.
5. Cf. Jacques Dupuis, Jesucristo al encuentro de las religiones, Paulinas, Madrid, 1991, 125‑210 y 247‑287, y “El pluralismo religioso en el plan divino de salvación”, en: Selecciones de Teología 151 (1999), 247‑249.
6. El fruto de la nada: Sermones, Tratados y otros escritos (trad. Amador Vega Esquerra), Siruela, Madrid, 1998, 54. En la edición francesa: Traités et Sermons, (trad. Alain de Libera), GF‑Flammarion, París, 1993, Sermon nº 6, 262.
7. Cf. Jacques Dupuis, “El pluralismo religioso en el plan divino de salvación”, op. cit., 241‑253.
8 . Cf. El diálogo de las religiones, Cuadernos Fe y Secularidad, n. 18, Sal Terrae, Santander, 1992, 34‑38.
9.De aquí la dificultad con que se encontraban los misioneros cristianos cada vez que daban con un pueblo nuevo. Traducir las palabras del Credo en su lengua requería un fino trabajo de discernimiento.
10. Michel de Certeau pensaba entonces en la cultura de la secularización, donde el Cristianismo está todavía por inculturar. Cf. La faiblesse de croire, Seuil, París, 1987. Merecen destacarse las reflexiones de Mariano Corbí sobre la necesidad de inculturar el Cristianismo y las demás grandes Tradiciones religiosas en la cultura postindustrial. Cf. Religión sin religión, PPC, Madrid, 1996.
11. Raimon Panikkar establece otra triple distinción: entre Cristiandad (civilización), Cristianismo (religión) y Cristianía (religiosidad personal). Cf. Invitació a la Saviesa, Proa, Barcelona, 1997, 139. Nosotros, al hablar de lo crístico, estamos haciendo referencia a otro aspecto distinto de estos tres.
12. Se trata del movimiento epectático, que aparece en San Pablo (Fil 3,13) y que fue desarrollado posteriormente en la teología mística de San Gregorio de Nisa.
13. La cita exacta es: “A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición”, Dichos de luz y amor, 59, en: san Juan de la Cruz, Obras completas, Ed. de Espiritualidad, Madrid, 1993, 101.
14. Publicado en su periódico Harijan, el 13‑3‑1937, recogido en: Truth is God, Navajivan Trust, Ahmedabad, 1997 (1955), 59‑60.
15. Atribuida a Rumi, sufí persa del s.XIII. Cf. Emilio Galindo, La experiencia del fuego. Itinerarios de los sufíes hacia Dios por los textos, Verbo Divino, Estella, Navarra, 1994, 243‑244.
16. Ibíd, 236.
17. Diálogo y Anuncio, Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso y Congregación para la Evangelización de los Pueblos (42), Boletín del Consejo Pontificio para el Diálogo entre las Religiones 26 (1991), 210‑250. Véase también: Decreto 5º de la Congregación General 34 de la Compañía de Jesús, Mensajero‑Sal Terrae, Bilbao‑Santander, 1995, 139‑155.
18. Citado por Claude Geffré, “Pour un Christianisme mondial” en: Recherches de Science Religieuse 86 (1998), 74. Artículo condensado en: Selecciones de Teología 151 (1999), 203‑213.
19. Este texto llegó a mis manos gracias a un compañero jesuita que trabaja en Camboya, en poblados con mutilados de guerra.
20. Cf. Myth, Faith and Hermeneutics, New York, The Paulist Press, 1979, 9.
21. Ibíd, 242‑244.
22. En nuestras latitudes, una voz solitaria, audaz y persistente, ha insistido sobre este nuevo camino religioso, más allá de la religiones institucionales. Cf. Mariano Corbí, Religión sin religión, op. cit.
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